El episodio ocurrió en el año 632 a. C. Cilón, yerno del tirano Teágenes de Mégara, ciudad muy próxima a la capital del Ática, se había convertido en un personaje prestigioso por su victoria en Olimpia. De su aventura nos hablan Heródoto (V, 71) y Tucídides (I, 126, 8-11). Con el apoyo de los megarenses, él y sus hombres se hicieron fuertes en la cima de la Acrópolis con el ánimo de imponer la tiranía. Sin embargo, la resistencia de los habitantes de la ciudad fue tenaz. Probablemente porque consideraban una tremenda ofensa que sus vecinos, de estirpe doria, penetraran en aquel lugar sagrado. Sin agua ni víveres para resistir el asedio, el aspirante a tirano se dio a la fuga con su hermano. El resto de asaltantes, castigados por el hambre, se refugiaron como suplicantes al pie de un altar de la colina. Sin embargo, los atenienses les hicieron abandonar su posición con falsas promesas y ejecutaron a los cilónidas, violando así la inmunidad del recinto sagrado. El responsable del acto sacrílego, según Plutarco, fue el arconte Megacles, miembro de la estirpe de los Alcmeónidas, que quedó manchada desde entonces (Vida de Solón, XI, 2).
Los atenienses, conscientes del ultraje, se mostraron dispuestos a reparar la enorme afrenta perpetrada contra los dioses inmortales. Solón convenció a los habitantes de la ciudad para que los responsables fueran juzgados ante 300 jueces. Se decretó la expulsión del Ática de todos aquellos que habían tenido parte en los asesinatos de los cilónidas. Los que por entonces habían muerto, fueron desenterrados y sus cuerpos arrojados fuera de las fronteras de la región. Pero la mancha era tan profunda que se procedió a realizar una ceremonia de purificación colectiva a instancias de la pitia délfica. Para ello se llamó a Epiménides de Creta, un sabio cuyo perfil está en conexión con cierto tipo de experiencias chamánicas observadas en el mundo griego. El anciano acudió y purificó la urbe en la Olimpiada cuarenta y seis. Para ello tomó unas ovejas negras y blancas y las condujo a la colina de Ares, el Areópago. Las dejó pastar libremente y, pasado un rato, ordenó a sus ayudantes que las ejecutaran donde estuvieran descansando para ofrecerlas a la divinidad correspondiente (I, 110).
En abril de 2016 el Ministerio de Cultura de Grecia anunciaba un hallazgo arqueológico sobrecogedor. Durante la excavación de urgencia llevada a cabo en el solar en el que se iba a construir el Centro Cultural de la Fundación Stavros Niarchos, en la bahía de Falero, al sur de Atenas, junto al antiguo puerto, un equipo dirigido por Stella Chrysoulaki encontró ochenta esqueletos, amontonados, con las mandíbulas abiertas y gimientes. Sus manos estaban encadenadas sobre el cráneo. Los restos corresponden a hombres de complexión fuerte, el estado de sus dentaduras era excelente y no presentaban fracturas. El hecho de que uno de ellos tuviera incrustada una punta de flecha en su hombro y otro tuviera todavía los pies atados fue interpretado por los arqueólogos como un posible signo de captura. En la fosa común, que se encontró a dos metros y medio de profundidad, también se encontraron dos enócoes, lo que ha permitido datarla con cierta aproximación entre los años 650 y 625 a.C., así que los investigadores no dudaron en apuntar a los restos de los cilónidas.
Mario Agudo Villanueva (Madrid, 1977) es licenciado en periodismo y MBA por la Universidad de Deusto y la EAE. Ha compaginado su carrera profesional en el mundo de la comunicación con trabajos de investigación y divulgación en el campo de la historia y numerosas publicaciones en revistas especializadas, tanto académicas como divulgativas. Ha sido director de Románico, Mediterráneo Antiguo y Legado griego, así como colaborador habitual de espacios de radio como Ser Historia. Desde 2020 es miembro del proyecto «Itínera: en busca de los clásicos», a través del que colabora en Zenda. En la actualidad forma parte del consejo editor de Karanos. Bulletin of Macedonian Studies. Es autor de los libros, “Palmira. La ciudad reencontrada” (Confluencias, 2016), “Macedonia. La cuna de Alejandro Magno” (Dstoria, 2016), “Atenas. El lejano eco de las piedras” (Confluencias, 2018), «El bestiario de las catedrales (Almuzara, 2019) y «Hécate. La diosa sombría» (Dilema, 2020).
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